Un prominente recital ofrecieron en el 4to. Encuentro de Jóvenes Pianistas, Isabel Mesa y Ssu-Hsuan Li, como parte de la extensa y rica cartelera que propicia el acontecimiento habanero.
Concebida a partir de pilares clásicos del repertorio para el instrumento, la propuesta que se escuchó el 11 de junio en la sala Cervantes, fue curada con acierto; en tanto reunió dos intérpretes aparentemente distantes culturalmente, pero signadas por un denominador común: la expresividad.
La cubana descorrió la cortina sonora desde un programa que le permitió desplegar los más variados matices artísticos.
Abrió con tres Sonatas, de Doménico Scarlatti, en una correcta ejecución de esos «Ejercicios para clave» como los denominaba el napolitano, que son gallardamente estrictos, casi traicioneros; pero, a la vez, exigen un riguroso control técnico al hacer gala de toda la calistenia posible, desde la espiritualidad más elevada.
Acertada mezcla de bravura y elegancia hay en la Balada para piano No. 4 en fa menor,de Frédéric Chopin, a través de la cual Isabel Mesa comenzó a dar señales de lo que estaba por ofrecer.
Una suerte de arcoíris sonoro comenzó a brotar del piano en un Chopin que desplegaba en su balada el más certero efecto de canción sin palabras: cantaba el instrumento, al tiempo que emanaba toda la energía que la pianista era capaz de ponerle y se intensificó en Impresiones seresteiras, de Hietor Villa-Lobos, habitual en el repertorio de la joven y que le hace sentir como pez en el agua.
Su performance se sublima, canta con el piano, sonríe y su gesto sonoro se enriquece con su acción corporal. Sus manos bailan sobre el teclado en una espléndida danza sonora que cautiva a la audiencia.
Más atrevida, en el cierre, gozó con elegancia la Suite El batey, de su laureado compatriota Yalil Guerra.
Concebida en seis partes, la obra de herencia caturleana narra una historia rítmica, melódica y tímbrica de completa cubanía en un muy logrado equilibrio formal.
Se inicia con El Tostao —una suerte de preludio con aires de tocata— donde se proponen materiales sonoros que más tarde serán objeto de recreación.
Como un suspiro, llega El Dulcero que llena los sentidos de miel en una guajira-son juguetona, desde su asimetría metrorrítmica; y que Isabel supo llenar de sutilezas sonoras.
Brillante la intérprete en los virtuosos pasajes de El Wititio Dormido —cuyo lenguaje más radical desde el punto de vista armónico tonalofrece variedad y contraste—; y El Saltarín, trozo revoltoso donde hizo gala la pianista de su gracia y conocimiento para tocar música popular.
Con sabrosura y virtuosismo regaló las más intrincadas polirritmias y tumbaos sin descuidar los colores y texturas.
Breve y delicada en su factura, La criollita fue interpretada en el más puro estilo contradancístico cubano del siglo XIX; y, en abrupto contraste, llegó para el cierre El Babalao,desde una evidente politonalidad, con sonares «habanerosos» en una amalgama que retoma los aires de tocata iniciales.
Resulta El Batey, virtuosa y bien articulada, desde guiños melódicos —como la evocación de Amorosa guajira— y rítmicos, en el sonar de tambores y tumbaos; que levantó al público en una extensa ovación, provocando la salida de Isabel Mesa en repetidas ocasiones, y su regalo de dos danzas de Manuel Saumell, hasta otro encore con Mimos, del joven compositor guantanamero Ernesto Oliva.
Por su parte, la intérprete de China-Taipei resultó una revelación.
Con solo 16 años de edad ofreció obras de alta complejidad, interpretadas con la más depurada técnica al servicio de una sorprendente expresividad.
Con mesura y elegancia, asumió la ejecución del Preludio y Fuga en mi bemol mayor No. 7, de Bach; y el Andante favori en fa mayor, de Beethoven; donde se recreó la intérprete y se deleitó el público, con los tonos emanados a partir de una obra que explota la transformación gradual y pareja del color armónico.
La Polonesa en do sostenido menor No. 1, de Chopin; fue, diríamos, acariciada por la pianista con transparencia y conmoción.
Desde esta contemplación sonora transitó con maestría a la expresividad politonal de Béla Bartók, en la Danza rumana No. 1.
Exigente partitura que brilló en su clara concepción, donde privilegió ese pianismo de timbres que subyuga y atrapa, al tiempo que resultó confirmación total de su competencia y expresividad para alcanzar el final con Serguei Rachmaninoff.
Del compositor ruso —paradigma para los más versados pianistas— ejecutó soberbiamente cuatro de sus Estudios Opus 33 (1, 2,3 y 5), en los cuales sus pequeñas manos dominaron las complejidades ténicas para revelar la intensa espiritualidad intrínseca al autor.
Para el encore, el Estudio No.1 Opus 39, del propio Rachamaninoff. Una obra todavía de mayor exigencia y lucimiento, con la cual su ejecución resultó impactante; mientras confirmó una cláusula que denotó desde el principio: el universo sonoro pianístico todavía tiene alas.